Seis restaurantes en seis días en el Valle de San Fernando
Sin tener que viajar al extranjero, sin salir del barrio, dimos la vuelta al mundo
Vino a verme Batia, una amiga del alma, de cuando éramos jóvenes adolescentes. Me acompañó por seis días, después de mi operación del corazón. Nos pusimos al tanto de nuestras vidas. Ella, ocho nietos y siete más de su compañero, ocupada en hacerlos felices, además de su trabajo cotidiano. Yo con Celia, mis hijos – conocieron a los de ella de niños – y dos perras; Leah de tres años y Shayna de dos.
Como todavía no puedo manejar, viajar, correr, jugar, etc., fuimos a comer. Yo, feliz de estar vivo. Me dio hambre. La idea era darle un recorrido por el Los Ángeles mío, el que frecuento con más frecuencia. Nada nuevo. Quizás no sean los mejores, pero son aquellos a los cuales he vuelto, porque la combinación de ambiente, espacio, nivel de ruido, calidad de la comida, servicio, puntualidad, menú… me gustó. Los que más me gustaron.
Aquí está el relato de nuestro recorrido por seis restaurantes del Valle de San Fernando, en el norte de Los Ángeles: italiano, argentino, judío, cubano, estadounidense, y pizza.
Mercado Buenos Aires
Somos – ella y yo, mi esposa no, es “americana” – somos argentinos. Y vivimos en nuestras respectivas diásporas, lo que acrecenta la añoranza y estimula el apetito. De modo que, viniendo del aeropuerto, ni bien llegó, fuimos adonde suelo ir para reuniones de trabajo, porque es amplio, está cerca de mi casa – alrededor de una milla – a Mercado Buenos Aires, el restaurante argentino en la interminable avenida Sepúlveda, en mi barrio de Van Nuys.
Empanadas. Vino argentino. Batia pidió carne. Yo pedí pollo, porque tengo prohibida la carne. Pero en minutos dejé el pollo de lado: ¡carne, Estefanía! Un bife de entraña. Un bife de chorizo, puré de papa. Ensalada criolla para los dos: tomate y cebolla y un mar de aceite y vinagre. Bueno, un lago. Mientras tanto, levantando la voz para hacernos oir porque nuestros compatriotas llenan el recinto de alegría… y gritos.
Lo mejor, lo dejé para la casa. Compramos una torta (o postre) chaja completo. El exquisito, el que más se parece al postre Balcarce aunque es uruguayo y no argentino. Masa borracha, merengue, dulce de leche, crema chantilly. Dios.
Para la mesa, flan. Panqueques. A la salida compramos alfajores Havanna. Perdón por la propaganda, pero aunque son prohibitivos – creo que unos cuatro dólares each – tienen que estar.
Lo mejor: la charla con Estefanía. Se hubiese sentado con nosotros si no tenía otras mesas para servir.
Salimos sonriendo.
Brent’s Deli
Bueno, pero además somos judíos. Y sucumbimos al llamado ancestral de lo que prometía ser nuestra comida. Fuimos a Brent’s Deli en Northridge. Uno de los delis judíos característicos. Otros son Canter’s, sobre la calle Fairfax, en un distrito judío-israelí, aunque nacieron en Boyle Heights que hoy es 99% latino. Y Langer’s en la calle Alvarado cerca del Parque Mac Arthur, el de la canción.
Primero, lo característico: larga espera. Hay más comensales esperando que bancos donde sentarse en el interín. Por suerte – por suerte, sí – somos viejos y nos ceden el asiento. No me niego, aunque antes lo hacía. ¿Por qué es tan ruidoso?
Pero no somos los únicos viejos. Hasta juraría que éramos los de menor edad. Al menos por un momento me parecía.
Empecé con blintzes de queso. La señora que nos atendió – diría que casi mi edad, y diría que nació en el restaurante – me miró con lástima y me dijo que no me iba a alcanzar, y que qué más iba a ordenar, y que me iba a quedar con hambre. Toda una estratagema para que yo piense en mi madre y me ablande…
Entonces, sigo con lo de siempre: sopa de pollo con matzo balls, bolas de harina de matzá, el pan ácimo que en teoría se come durante la semana de Pesaj – cuando conmemoramos la salida de Egipto – pero que aquí está todo el año. Es exquisita, no demasiado salada, lo que la hubiera convertido en haram si hnubiésemos estado en un reataurante islámico, para mi salud. Pero no lo es menos la sopa de cebada con hongos. Luego el sándwitch de pastrama. Decir sándwitch es una exageración. Son dos tajadas de pan de centeno – lo hacen ahí y ¡un pan grande cuesta 10 dólares! – y en el medio medio kilo de pastrami. O más. Viene con un recipiente minúsculo con ensalada de col o ensalada de papa. Your choice, javer. Los tres restaurantes judíos enumerados compiten por el peso del pastrami que le ponen entre las dos rodajas de pan. Y por el precio: poco más de veinte dólares cada. Aclaración: ninguno de ellos es kosher. Qué suerte.
¿Qué comió Batia? Sopa de pollo con kreplaj, unas masas triangulares rellenas de carne picada o papas o queso. Que también se pueden servir fritas. La palabra “kreplaj” es un diminutivo en idish que significa “bolita de masa” y que se agregó al vernacular estadounidense. Los kreplaj son más característicos de la festividad de Purim que abunda en disfraces, gritería y más comida.
Y Batia le agrega el sueño de todo cardiólogo: un bife de hígado de res a la parrilla con cebollas salteadas, puré de papas (es de papas de verdad) y la misma ensalada de col.
Y para confirmar el momento recuerdo haber traido a un amigo a gozar de la comida judía. Pidió una hamburguesa y me llenó de espanto. Es que en Brent’s sirven también lo de siempre. Hamburguesas y hot dogs – le decíamos panchos.
El café con que culminé es sorprendentemente bueno. Salimos, con una sonrisa.
Versailles Cuban Restaurant Encino
Estábamos entre dos restaurantes cubanos. Este, Versalles, con décadas en la avenida Ventura en Encino y Portos, el gigante cubano que siempre está lleno. Y que tiene un sistema de ordenar peculiar, para otro día, porque por lo del ruido y los apretujones con compadres cubanos decidimos por Versalles, que no es francés sino también cubano.
Nombres de platos como Mariquitas, Vaca frita, Medianoche, papas rellenas, lechón asado, además del sempiterno Moros y cristianos y mucho más. Pero el 80% de los comensales piden lo mismo. “Famoso pollo Versalles”, que es medio pollo asado, bañado en jugo de limón y ajo. Paro para suspirar. Olvidé un pequeño detalle. Lo cubren con rodajas de cebolla fresca. ¿Por qué? La mayoría de la gente, me parece a mí, no lo come. Pero quién soy yo para opinar.
Y con arroz, frijoles y plátano frito. Delicioso. Ese día nos tocó almorzar, las mesas que son tan viejas como el lugar o al menos lo parecen chirriaban al igual que las sillas, todo metal y fórmica. Pero era casi el único ruido, además del de nuestras mandíbulas. Otra vez: delicioso. Los precios cambian si uno ordena por internet, si el día está nublado, no sé. Entre 16 y 21 dólares el plato. Vale la pena. Volveré, volveré donde está mi madre esperándome, dice la zamba. Salimos riendo.
Il Fornaio
Por restaurante italiano elegí este – también parte de una cadena – porque es… lindo. En Il Fornaio (El Panadero) de Woodland Hills, en un centro comercial, me sentí orgulloso de mi Los Ángeles ni bien entramos. La comida estuvo bien, pero como tantas veces ha pasado en estos días (y en todos los días, en todas las salidas a comer), yo elijo mal. Pedí ñoquis gratinados, claro, de papa con salsa de crema de champiñones. Celia, berenjenas a la parmesana y Batia, pasta linguini. Ah, los linguini que yo miraba y miraba: con almejas, mejillones, camarones, salsa de tomates cherry asados y nadando en vino blanco. Il Fornaio, me dicen, empezó… en Italia en 1970 como escuela culinaria. Menos mal. Salimos jugando.
Lido’s Pizza
No podía faltar la pizza. Cada tres semanas le pedimos al hijo de Celia, Jeremy, que vaya por la pizza en Lido’s. Queda sobre la avenida Victory de Van Nuys cerca de su casa en Hollywood, todavía a 15 minutos de la nuestra. En ese tiempo algo le pasa a la pizza, y solo me di cuenta cuando fuimos con Batia y nos sentamos. No hay nada que reportar, comandante, sobre el restorán físico. Pero el culinario se fue elevando como la silla de Aureliano Buendía en la serie de Netflix, flotando en el aire. Es la mejor pizza del Valle. De Los Ángeles. Qué digo, del mundo (excepción hecha de Las Cuartetas en el centro de Buenos Aires, donde fui por última vez en 1972). La proporción de quieso y masa le da la victoria al queso por cinco o seis góles. Y del bueno. Recomendado señores. Salimos llenos.
Cheesecake Factory
Cerramos el tour culinario Lerner de Los Ángeles con esta joya de la gastronomía estadounidense. ¿Por qué? Porque el menú es un libro. Porque tienen todo lo que caracteriza a los demás restaurantes no típicos. O típicos pero no locales. Y más que eso, por los postres, el homónimo cheesecake. ¿Cuántas versiones hay? El sitio de la cadena enumera (con fotos) 44. Y aunque ahora tienen incorporada la torta de dulce de leche, mi favorito es la tarta de queso con chocolate Godiva con mousse de chocolate belga. Que se desliza por el paladar y la garganta como un sueño. ¿La foto? Lamentablemente, es la del establecimiento; no encontré una propia.
Para ello tuvimos que pasar por lo reglamentario: pasta con carne para mí, pollo con verturas para Batia ¿y mi señora? “Ensalada con algo”, me dice mientras tratamos de recordar. No importa. Recomiendo ir directamente al postre, quizás con chocolate caliente (por tener más chocolate) y si queda hambriento, pues pida su plato fuerte. ¿No?
En suma, la experiencia para Batia fue tan buena como la mía, los retoranes no nos defraudaron, la comida nos enriqueció la vida. Y las recomendaciones (o no) son todas sin contacto con los establecimientos. Palabra de periodista… jubilado. Salimos felices. En unas horas, Batia vuelve a su casa, un viaje de dos días. Se lleva esta experiencia.